La felicidad era un sentimiento que no había conocido plenamente, de eso era consciente hacía ya un tiempo. Aunque se empeñara en sonreír a la vida con una amplia sonrisa y paseara con apariencia despreocupada y alegre. En lo más reservado de su ser, habitaba la más sincera tristeza. Ella ya se había acostumbrado a sentir cerca esa angustia, la sentía como una eterna compañera.
En lo más hondo de su garganta, albergada en un estado latente, dormía una confesión. La proeza más difícil era mantener esa voz callada, pues la presentía con demasiada intensidad. Ese nudo en sus cuerdas vocales le dejaba un amargo sabor. Deseaba liberarse, gritar con brío al viento ese obligado silencio. Vivía atormentada por la carga que suponía ahogar esas palabras. La nostalgia se afianzaba en su voz, nutriéndose con cada sílaba no pronunciada.
En las noches sin luna, el pesar era mayor lo sentía presionando con fuerza en su pecho. Ante la ausencia de su confidente, ella se abrazaba con ansia a su secreto para darse aliento. Trataba de ocupar esas horas protegiendo su ventana iluminada. Encendía velas de almizcle y canela, se sentaba a tejer en la vieja butaca de cuero, no olvidaba tener a mano la botella de licor de cassís. Así simulando estar entretenida se quedaba despierta, entre madejas de lana y sorbos de licor, observaba hipnotizada el danzar de las llamas. Como único propósito, mantener su voz silenciada hasta la llegada del alba.
Cuando los primeros rayos de sol despuntaban en el horizonte, en sus cansados ojos se apreciaba un leve brillo, quizás de esperanza. Entonces se dirigía a la cama, no sin antes contemplar la limpia luz de la mañana. Amanecía un nuevo día que daría paso a una noche de luna nueva. Entonces podía descansar tranquila, esa noche le daría algo de tregua... podría susurrar al viento cada palabra silenciada, pues su confidente sería la que iluminaría su ventana y ella aliviaría ligeramente su alma.
jueves, 14 de enero de 2016
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