Una isla para soñar (I)

En un lugar apartado se encuentra Calíope, una pequeña isla encantada, desconocida por los humanos. Es un rincón del mundo, donde los pájaros vuelan libres, pintando el cielo de magenta, ocre, escarlata y azul cobalto. Las flores exóticas crecen en cualquier escondrijo y  tienen un dulce aroma a vida. En el centro de la isla, se eleva majestuoso un gran volcán. A sus pies, se extiende un grandioso bosque de glicinas y eucaliptos del arcoíris, en el que habitan seres increíbles. Dispares criaturas mágicas tratan de convivir en armonía y cuidar de este paraíso, con esmero y dedicación.

En el corazón del bosque, una cascada murmulla sobre un lago de agua dulce, en sus aguas nadan peces de escamas doradas. En la orilla sur de ese lago, siempre hay buena sombra gracias a las gruesas ramas del más anciano de los árboles. A los pies de ese árbol, hay una humilde cabañita, construida con cuerda y ramas secas. Allí, cerca de un lago de agua dulce, bajo un centenario árbol, en ese curioso lugar, Anasú tiene su hogar. 

Anasú, era un hada del bosque pizpireta y alegre, pero soñaba en convertirse en alguien diferente. Al salir el sol, se levantaba y recogía sus brunos bucles en un desaliñado moño. Con energía cantaba mientras se ponía el mandil y antes de empezar la jornada en el bosque, molía granos de maíz en su metate. 
Cada mañana, Ekidé le llevaba un saquito de 3 kilos maíz. Ekidé, era un anciano duende del bosque, siempre la miraba durante un largo rato en silencio. Y acababa por preguntarle si no estaba cansada de moler, en ese pequeño metate todos los días.
Anasú, le contestaba siempre lo mismo: 
- Ya lo sabes amigo mío, quiero ser pastelera. Sin harina no puedo hacer mis pasteles. 
Ekidé suspiraba y le respondía que no la entendía:
- Eres un hada del bosque, tu tarea es cuidar de las flores y animales que viven aquí. Además, con un simple metate no consigues hacer suficiente harina, si al menos tuvieras un molino... Anasú, en el bosque vivimos muchos seres, nunca podrás dar a conocer  tus deliciosos postres, nunca podrás ser pastelera si sólo puedes hacer un pastel al día... en fin... vaya pérdida de tiempo. 
- Amigo Ekidé, estoy cogiendo gran habilidad con el metate y estoy guardando cada día un poco de harina. Sé que con esmero acabaré consiguiéndolo. - le contestaba el hada resignada. 
- Creo que deberías aprender de las demás hadas, es mucho trabajo para ti sola. Pero en fin, mientras me sigas pagando el grano sabes que seguiré traiéndolo. 
Día tras día, Anasú mantenía la misma conversación con el anciano duende. También escuchaba cómo sus compañeras hadas y demás seres la desanimaban continuamente. Aunque todos saboreaban y la felicitaban por sus pasteles, creían que su sueño era imposible. 

Ella, después de acabar de moler maíz y hacer su pastel, acudía a cumplir con sus labores de hada de bosque. Cuando el sol se ocultaba tras el volcán, regresaba a casa. Entonces siempre tenía algo que hacer, bien inventar recetas, recolectar, machacar grano o experimentar nuevos sabores para las confituras.
Cada noche, antes de dormir miraba las estrellas, satisfecha por la jornada, pero en el fondo, las palabras de sus amigos se iban repitiendo en su cabeza. Cada día que acababa, sentía que los demás podían tener razón. Quizás la pastelería, era un capricho sin sentido, quizás su ilusión era inútil...




Era una noche de fuerte tormenta, cuando Áural regresó al bosque. Todos se quedaron con la boca abierta al verlo de regreso. Él era un silfo, que cansado de controlar los vientos de la isla, había decidido abandonarla. Meses atrás, decidió poner rumbo a tierras lejanas para hacer lo que más le apasionaba, construir sus extravagantes inventos. 
Anasú no le conocía demasiado, era un chico callado siempre sumergido en su mundo de cachivaches. Al verlo llegar, mojado y con un afligido semblante, ella se entristeció. Nunca lo había confesado a nadie, pero a diferencia de los demás, el día que se despidieron le deseó mucha suerte. Pues, ella sabía la importancia de los sueños, y sobretodo conocía el esfuerzo y trabajo  que se requería  para alcanzarlos.

Áural se instaló de nuevo en su humilde taller, resignado a volver a su anterior tarea en la isla. El sol empezaba a salir, cuando escuchó que alguien tocaba a su puerta, era Anasú. Su vecina, le traía un pastel, ese único pastel que hacía al día, era su regalo de bienvenida. El silfo, desconcertado por ese gesto, sonrió y torpemente la abrazó. Charlaron un poco y se despidieron, dirigiéndose a sus labores. 

Mientras Áural apaciguaba un fuerte lebeche. Se sorprendió pensando en su inesperado reencuentro con Anasú. Él la recordaba como un hada poco habitual. Ella no pasaba los atardeceres cuchicheando y peinándose sobre las flores, como hacían el resto de hadas. Ella recogía frutos, molía semillas, decoraba azafates, almacenaba leña para el horno y siempre andaba pensando en nuevos quehaceres. No lograba entender, por qué la comunidad del bosque hablaba en tono burlón de esa chiquita de oscuro pelo. Ella solo tenía un sueño, quería ser pastelera.  
Áural, se sintió conmovido tras ese pensamiento, pues él había abandonado su hogar por un motivo parecido. Los demás nunca le apoyaron, pues no entendían porqué pasaba las horas en su taller, construyendo nuevos artilugios. El resto de seres, creían que en el bosque, tenían todo lo necesario para vivir y no necesitaban cambiar. Ellos no querían usar objetos que no habían visto jamás, no le entendían. 
Esa tarde al acabar su jornada, pasó a saludar a Anasú. Ese detalle, se convertiría poco a poco en una nueva costumbre. Ambos encontraron una amistad extraordinaria en el otro. Cada encuentro les desvelaba ser los únicos seres del bosque que, de verdad, se comprendían.

Comentarios

  1. Me ha encantado tu historia.Un poder descriptivo tremendo lleno de imágenes y sonidos. Y la recreación de unos personajes que darán mucho desi.un abrazo

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    1. Muchísimas gracias por comentar, encantada que hayas visitado Isla Calíope. Un abrazo

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